Las pequeñas cosas

Hoy es viernes once de abril.

Hace muchos  muchos años, para nosotros un viernes también era un día casi de fiesta. 
Bueno quién dice un viernes dice un martes porque en hostelería cuando te toca descansar es cuando te toca.

Al tiempo llegó  la enfermedad y ya un lunes era igual que un martes y un viernes igual que un jueves. Es la maldita enfermedad la que marca las pautas y los tiempos. 

Aprendes a vivir el día a día por la hora en la que te toca ponerte la insulina, la pastilla de la tensión, la nebulización...
Aprendes a vivir según lo que te toca.
 
Un día de fiesta es poder salir a comer una hamburguesa, darte un paseo por por los puestecillos a ver si encuentras una zapatillas nuevas, incluso si te toca cita médica ya es casi un día de fiesta, porque de otra manera es casi imposible salir de casa.

Nosotros teníamos la suerte de tener una silla eléctrica que nos facilitaba mucho la labor, pero resulta que en la entrada hay un escalón. Un maldito escalón que nos había desilusionado un millón de veces de salir a la calle. Por qué es un esfuerzo muy grande para una persona que no tiene oxígeno, levantarse  aguantar el peso  bajar el escalón, volver a sentarse y acomodarse en la silla. Y luego a la vuelta el mismo camino a la inversa.

Compré un salvaescalón que no deja de ser una rampa. Era tan justo el espacio entre la rampa y la silla hasta el borde del acerado, que se tenía que medir casi milimétricamente. No obstante estábamos muy contentos con ello, pero por desgracia esta vez la enfermedad corrió más y no pudimos estrenarla siquiera.

Esa rampa para nosotros equivalía a  la libertad de un preso. 
Pequeñas cosas como esa pueden hacer de un día que podría haber sido maravilloso, algo tremendamente deprimente.
 
En ocasiones nos hemos visto obligados a dar la vuelta muchos metros porque al llegar al final de un acerado no hubiera rampa para poder bajar.

Antes  cuando mi espalda era fuerte y mi hernia me lo permitía, con la otra silla (la manual), era más fácil. Con la silla eléctrica hay que mover casi más de cien kilos y eso para una hernia es imposible.

 Hoy estoy sentado en su silla.
 Pienso qué hacer con ella.

Nos hizo tanta ilusión y nos ayudó tanto poderla adquirir (a pesar de los miles de papeles que tuvimos que mover y el tiempo que tuvimos que esperar.) qué me hace pensar más en donarla que ponerla a la venta.

Sí, lo sé. Una silla como esta puede costar más de setecientos € de segunda mano.
Es un dinero que me vendría muy bien para poder gestionar mis últimos papeleos, pero las lágrimas nublan mi pensamiento. 
Sé que es algo difícil  de entender, pero para mi es como ponerle precio a la libertad.

 Está siendo un día horrible...

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